historia de la ciencia es un campo deslumbrante,
para decirlo como Carlos López Beltrán, con quien tuve oportunidad de
conversar hace poco. Según este historiador mexicano de la biología, las
cosas han cambiado y “el principal aporte de la historia de la ciencia
en las últimas décadas es que […] la ciencia es parte de la cultura. Los
individuos que la hacen están inmersos en espacios culturales que
afectan de un modo importante las decisiones que toman, las preguntas
que se hacen, las trayectorias que siguen, ¡los resultados! […] La forma
en que interactúan los científicos entre sí no difiere sustancialmente
de la forma en que lo hacen otros sectores de las culturas”. La historia
de la ciencia toma en cuenta las dimensiones epistémicas, políticas,
ideológicas, sociológicas y hasta estéticas de sus objetos, con lo que
no es de extrañar que produzca relatos excepcionalmente profundos y
documentados. Exactamente por eso parece increíble que aún sea tan
desconocida. Aquí presentamos una revisión de sus destellos, de los
libros más representativos de la historia de la ciencia de nuevo cuño.
Hay antecedentes fundamentales a lo que se hace hoy. Uno de ellos es La génesis y el desarrollo de un hecho científico
del bacteriólogo e inmunólogo Ludwick Fleck (1935). Su libro hace un
recuento de cómo la sífilis pasó de ser un padecimiento venéreo y
pecaminoso en la Edad Media, a pensarse como una enfermedad que debería
poder identificarse en la sangre. Esto motivó a múltiples intentos que
finalmente permitieron entender la etiología microbiana de la sífilis.
Además de mostrar el rol que juegan las teorías previas de los distintos
“colectivos de pensamiento” para guiar la investigación experimental,
Fleck describe el peculiar entrenamiento que requiere el trabajo de
laboratorio, así como la dinámica de la comunicación de los resultados,
que por necesidad presenta lo problemático como simple e indubitable. La
obra de Fleck pasó más bien desapercibida, hasta ser rehabilitado con
la publicación de La estructura de las revoluciones científicas (1962) de Thomas Kuhn, quien lo citó como una de sus grandes influencias y relanzó varios de sus temas. Con La estructura de las revoluciones científicas Kuhn “… introdujo en la tradición anglosajona una filosofía discontinuista de la evolución científica (…) Dado que lo que aparece como “el tema central de la obra, a saber, la tensión entre el establishment y la subversión (…) era afín al mood «revolucionario»
de la época; Kuhn, que no tenía nada de revolucionario, fue adoptado
como un profeta, un poco a su pesar, por los estudiantes de Columbia e
integrado en el movimiento de la «contracultura» que rechazaba la
«racionalidad científica» y reivindicaba la imaginación frente a la
razón”, lamenta Bourdieu[1].
En cambio, la influencia de Kuhn y de otros tuvo un efecto
catalizador para la historia de la ciencia que Bourdieu aprecia, puesto
que su propia visión del ámbito científico – como campo agonístico
donde se juegan distintos tipos de capitales – va en consonancia con
esa historiografía reciente. Carlos López Beltrán nos describe dos de
sus favoritos en el género. El primero de ellos es el Galileo Cortesano, de Mario Biagioli: “Entender
un personaje como Galileo implica entender cómo realmente vivió su
vida, cómo tuvo que interactuar con esta sociedad cortesana, y cómo eran
las decisiones que iba tomando para poder aplicar sus talentos – que
obviamente los tenía: matemáticos, inferenciales, su curiosidad, las
visiones que empezó a tener… Esas visiones, además, no vinieron de la
nada, sino de cosas que leyó, de maestros que tuvo, de experiencias con
navegantes, con teólogos o con músicos – su padre era músico. El libro
de Biagioli hace un uso muy interesante de literatura previa sobre la
dinámica social de la vida en la corte: las trayectorias posibles de
prestigio y de desprestigio, el tipo de cabildeo y lambisconeo que se
tenía que hacer en las cortes… Es un ejemplo de cómo se han incorporado
al arsenal analítico un sinnúmero de recursos que antes no se
consideraban necesarios”.
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